El 1 de mayo nos invita a recordar que trabajar no es sólo un medio de subsistencia o de lucha por derechos, sino también una oportunidad de crecer como personas, de servir a los demás y de buscar la excelencia en lo cotidiano, siguiendo ejemplos como el de san José.
El Día del Trabajo o del Trabajador surge de la lucha de los trabajadores por condiciones justas y humanas en el siglo XIX. Es una fecha cargada de historia y reivindicación: recuerda que el trabajo no debe ser una forma de explotación, sino una actividad digna que permita la realización personal, el sustento familiar y el desarrollo de la sociedad.
Por otro lado, en 1955, el papa Pío XII instituyó el Día de San José Obrero también el 1 de mayo, buscando darle al mundo laboral un referente espiritual: san José, el humilde carpintero de Nazaret, esposo de María y padre adoptivo de Jesús. San José, con su vida sencilla y laboriosa, encarna el ideal cristiano del trabajador: alguien que realiza su tarea con amor, responsabilidad, honestidad y dedicación silenciosa.
Así, se une el sentido social con el sentido espiritual del trabajo:
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El trabajo es fuente de derechos que deben ser protegidos (Día del Trabajador).
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El trabajo es también vocación y camino de santidad (San José Obrero).
Este doble enfoque lleva naturalmente a hablar de la excelencia en el trabajo. Tanto la justicia social como la fe cristiana coinciden en que el trabajo debe ser realizado:
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Con responsabilidad: cumpliendo los deberes con seriedad y respeto.
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Con dedicación: buscando siempre mejorar, no sólo por la recompensa económica, sino por el valor del trabajo bien hecho.
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Con sentido de servicio: entendiendo que todo trabajo tiene un impacto en la vida de otros.
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Con humanismo: priorizando siempre a la persona sobre la productividad o la rentabilidad.
En la visión cristiana, san José es el modelo de esta excelencia: no hizo grandes discursos, no escribió libros, pero su vida entera fue un ejemplo de trabajo honesto, silencioso y amoroso, acompañando la vida de Jesús y María.
