Sigue el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero esparciendo sus perlas particulares sobre lo que conviene hacer en España con Cataluña. Su nueva asignatura pendiente: el reconocimiento de la identidad nacional de Cataluña. No se trata de recordar sus “aciertos” como el del Estatuto de Cataluña. Aquí y ahora sí que cabría decirle; Zapatero: ¿Por qué no te callas?
En la historia de los pueblos, como en la biografía de los individuos, existen pérdidas que no se lloran y heridas que no se nombran. Cuando ello ocurre, la conciencia se paraliza, el relato se estanca y la vida se convierte en repetición. Tal parece ser el caso del catalanismo político ante el destino frustrado de su proyecto nacional.
No se trata de negar el valor cultural, cívico y político de un movimiento que ha sabido articular identidades, lenguas y aspiraciones con enorme potencia simbólica. El catalanismo fue durante décadas un vector de modernización, de europeización e incluso de democratización. Pero el paso del tiempo y el desenlace del prusés han revelado que su núcleo fundacional —la creación de un Estado propio— permanece como un anhelo no realizado, un sueño no nacido. Y, sin embargo, no se ha reconocido social ni políticamente ese hecho como una pérdida real. Se la disimula, se la niega, o se la pospone indefinidamente bajo la forma de una promesa eterna.
Una repetición de estrategias políticas fallidas, como si el tiempo no transcurriera.
Desde la psicología política, este fenómeno presenta todos los signos de un duelo cronificado. No hablamos de una frustración puntual, sino de una estructura emocional y narrativa que impide procesar la pérdida y avanzar hacia una nueva etapa. Como en los duelos personales no elaborados, se observan síntomas persistentes: negación de la realidad constitucional, idealización mítica del pasado, resentimiento proyectado, rechazo sistemático del otro, y una repetición de estrategias políticas fallidas, como si el tiempo no transcurriera.
Lo que se perdió, en efecto, no fue solo una posibilidad institucional, sino también un relato de sentido colectivo: la esperanza de que Cataluña, como nación, se autodeterminaría y encontraría en su Estado el reconocimiento pleno. La historia, sin embargo, ha seguido otro rumbo: el de una ciudadanía catalana plural, heterogénea, con vínculos afectivos, económicos y culturales indisolubles con el resto de España. Una sociedad compleja, moderna, donde la nación soñada convive con una realidad constitucional que no puede simplemente ignorarse.
Negar esta tensión es mantener el duelo en estado latente. Por eso urge transitar de la herida soterrada a una elaboración consciente, política y culturalmente madura. Cataluña necesita espacios de reflexión colectiva donde se reconozca lo vivido, se honre lo soñado, pero también se acepte lo real. Solo así será posible una reconfiguración identitaria no hegemónica, que no busque imponerse como verdad única, sino convivir con otras memorias y otras lealtades.
¿Puede reconocer en su pluralidad una riqueza y no una amenaza?
Este tránsito exige también una revisión espiritual del proyecto nacional, entendida no como renuncia, sino como transformación del deseo. ¿Puede el catalanismo seguir siendo una fuerza moral y estética, sin absolutizar su objetivo estatal? ¿Puede reconocer en su pluralidad una riqueza y no una amenaza? ¿Puede reconectarse con la historia compartida de España, no como subordinación, sino como proyecto común inacabado? ¿Puede, en definitiva, asumir un concepto de catalanidad encajado en la realidad?
En esta tarea no basta con rehacer pactos jurídicos. Hace falta una nueva narrativa de madurez, capaz de sustituir el mito fundacional por una pedagogía del reencuentro. Cataluña no está sola en el mundo. Es parte de un país, de una península, de una cultura hispánica y de una Europa que también busca reencontrarse. Solo integrando todas esas capas de pertenencia será posible cerrar la herida que no se dijo y convertir el duelo cronificado en sabiduría política.
Cataluña necesita imaginar de nuevo, pero esta vez no desde la nostalgia ni el agravio, sino desde la lucidez. Porque lo que está en juego no es solo el pasado que se perdió, sino el futuro que aún puede construirse