A diferencia del común de los mortales, me suelo fijar en las pintadas callejeras, no tanto por razones estéticas, cuando las hay, como sociológicas, para intentar entender el mensaje que pretenden transmitir a otros. Creo que ya comenté una vez que me sorprendió una que llevaba la firma inequívoca de la “A” anarquista: No parar hasta conquistar, lo que indicaba un tremendo despiste -¿o no?- del ácrata del rotulador; ante otra del mismo signo ideológico no pude menos que expresar aquiescencia (estaba un servidor en sus años mozos): Sin mujeres, no es posible la revolución.
El otro día mereció por mi parte una serie de reflexiones otra pintada, repetida en varias fachadas: La emigración es un derecho, el turismo es un lujo. Traslado a los lectores un resumen de mis meditaciones, por si alguno desea entrar en amigable polémica al respecto.
La emigración es una constante en la historia y, en ocasiones, un drama para el protagonista
¿Es la emigración un derecho? En ocasiones, más que esa rimbombante declaración, diría que es una necesidad, pues el que sale de su tierra lo hace movido por alguna causa mayor: refugio o búsqueda de mejores condiciones de vida, descontando otras razones no tan sagradas, que también las hay y son las que más quebraderos de cabeza causan en la sociedad de recepción. La emigración es una constante en la historia y, en ocasiones, un drama para el protagonista; así, la europea a América en el siglo XIX, la española a Alemania o Suiza en los años 50 del XX, la actual desde países del Tercer Mundo… Esta es una dimensión o enfoque humano e individualizado, objeto de las palabras de Benedicto XVI en su defensa de la dignidad del emigrante (Caritas in veritate. 2009).
Pero también puede hacerse otro enfoque, el colectivo, y el intencional o provocado, y no tanto por el que emigra de su tierra, y es cuando la emigración se convierte en una estrategia más de enfoque geopolítico: desdibujar las culturas existentes en los países de acogida, debilitar su convivencia y sus estructuras sociales, llegar a anular a los Estados; en estos casos, más que emigración hablaríamos de invasión; esta parece ser una prioridad de los impulsos e intereses globalistas, concretados en la perspectiva de un Nuevo Orden Mundial. Tampoco olvidemos la emigración como negocio (las mafias) o como arma política en situaciones concretas (Marruecos con respecto a España). No olvidemos que el tema de la emigración es uno de los graves problemas que se están analizando en Europa en estos momentos, quizás por no haberlo hecho en su momento.
Tampoco olvidemos la emigración como negocio o como arma política en situaciones concretas.
Por otra parte, el turismo, mencionado en la pintada como un lujo, también es una constante histórica; sus motivaciones pueden ser varias: curiosidad, afán de aventura o de experiencias nuevas, disfrute de lugares considerados idílicos, conocimiento de países y culturas…; responde, en muchos casos, a un ansia de universalidad.
Siempre ha existido, por tanto, ese turismo; antes, solo los privilegiados podían optar a él; ahora, en diversas formas, se ha convertido en un hecho generalizado, abierto, en sus distintas variantes. El que no viaja no es que no le guste (salvo excepciones contadas), sino que la razón es que no puede. Ante esto, ¿se debería considerar modernamente el turismo como un derecho más? Se me ocurre que una reivindicación oportuna sería que todos pudieran hacer turismo, del mismo modo que todos deberían acceder a una vacaciones; es decir, extender este derecho a todo ser humano, como se fue haciendo en el pasado con otros derechos, incluso aquellos que se consideraban inimaginables por los privilegiados, aunque, hoy en día, estos Derechos Universales no son aceptados en según qué países y culturas, sin que parezca importar mucho a los globalistas ni a los promotores de la pintada mencionada.
El nacionalismo, en todas sus formas, aborrece el turismo
Un problema derivado, secundario, es que, en determinados lugares de gran atractivo, el turismo ha derivado en multitudinario, como un reflejo más del imperio de las masas orteguiano; ante ello, van surgiendo protestas de diversas procedencias: de vecindarios molestos o por otras razones, también de sustrato ideológico y político. Muchas veces se trata de una visión arcaica o localista (el nacionalismo, en todas sus formas, aborrece el turismo).
Claro que, detrás, existen grandes intereses económicos, tanto privados como públicos; pero es evidente que la actual ofensiva antiturística parece tener como objetivo matar la gallina de los huevos de oro, y eso solo se le puede ocurrir a quienes buscan empobrecer una sociedad y convertirnos a todos en neoproletarios sumisos.
Considerar el turismo como un lujo y oponerlo a la emigración como derecho se me antoja un enfoque de naturaleza puritana, llamémoslo así, de ese tipo de puritanismo woke que tanto nos agobia en estos días. La alternativa racional tiene otra palabra: respeto, tanto hacia el turista como hacia el emigrante; y, por supuesto, respeto de ambos hacia las características culturales, religiosas, sociales y nacionales de los países que se pretenden visitar, en el caso del turista, o insertarse, en el del emigrante.
Las sociedades abiertas no pueden significar, en ningún caso, patente de corso ni para invadirlas y menospreciarlas en el caso de los emigrantes, ni considerarlas coto privado en el del turista.