Aviso que hoy voy a meterme un poco en honduras ⎼aun a riesgo de que algún chusco me responda capital, Tegucigalpa⎼, pues me propongo tratar sobre un concepto lamentablemente en desuso: la dignidad.
Quizás este tema me haya sobrevenido al enterarme de la noticia de ese voto unánime del Congreso de los Diputados para consagrar una norma que perseguía, y lo ha conseguido, que salgan a la calle o queden beneficiados los asesinos terroristas que aún quedaban entre rejas; creo que este Gobierno ha entendido mal aquello de odia el delito y compadece al delincuente, pues ya en una ley anterior salieron de rositas bastantes violadores, con lo que llegaríamos a la consecuencia de que, en el fondo, delinquir sale gratis mientras se mantenga Sánchez en el poder…
Pero centrémonos en el asunto de la dignidad.
Las acepciones de la RAE no aportan mucho a mi propósito, pues la primera se limita a cualidad de digno, y esta se limita a que merece algo en sentido favorable o adverso; la segunda acepción es excelencia, realce, y quizás solo la tercera ofrece alguna pista: gravedad o decoro de las personas en la manera de comportarse. En vista de este pobre resultado, acudo a la filosofía ⎼esa materia cancelada en los actuales planes de estudio⎼ y allí encuentro una clasificación interesante, que traslado al lector con alguna aportación personal.
Al parecer, la palabra dignidad, como una idea común, adquiere rasgos polisémicos, a juzgar por los diferentes enfoques a partir de su significado básico. Así, empezaremos por la dignidad ontológica, que es aquella que posee toda persona por el hecho de serlo, sin que valga discriminación alguna; es un valor eterno que viene de origen; y para cualquier creyente este origen no es otro que su cualidad de criatura, esto es, ser creado por Dios a su imagen y semejanza; la dignidad ontológica sería, junto con la libertad y la integridad de alma y cuerpo en el ser humano, que está abierto, por tanto, a la trascendencia; es su sello distintivo, a diferencia de las cosas, que se caracterizan por su utilidad.
De esta significación ontológica básica se derivan todas las demás formas de dignidad que recogen los manuales; la primera, la dignidad moral, que se mantiene o deteriora en virtud del uso positivo o negativo que hacemos de nuestra libertad; cuando decimos que una persona ha desarrollado una conducta indigna, nos estaríamos refiriendo a esta acepción, y, por supuesto, todo esto queda dicho sin ánimo de señalar…; puede confundirse fácilmente esta dignidad moral con otros conceptos ⎼igualmente en desuso social⎼ como honra y honor; entiendo que la primera obedece a la apreciación de los demás hacia determinadas conductas y la segunda es la propia estimación, si es que nuestros hechos se han correspondido con nuestras creencias e ideas; y también todo esto sea dicho sin intención malévola por mi parte… Algunos sinónimos, como nobleza, excelencia o grandeza, y un antónimo, vileza, nos pueden dar pistas interesantes.
Se habla también de una dignidad existencial, que hace referencia a las situaciones vitales que hacen que califiquemos una existencia de digna o indigna, y no obedeciendo a la propia responsabilidad, sino a la injusticia de unas estructuras y mentalidades sociales que ocasionan que alguien carezca de un trabajo digno, de una vivienda digna, de una educación digna. Son los grandes retos que tiene planteados el mundo de hoy, a escala planetaria y, aterrizando, a escala nacional. Aquí merecería un aparte la dignidad social, y, en este apartado, me voy a permitir citar las palabras de un político de ayer, hoy olvidado y, por supuesto, cancelado: No reconocemos más dignidad social que la del trabajo; sin ánimo de enmendar la plana al autor de la frase (por más señas, José Antonio Girón de Velasco), me permito añadir y la del servicio, fiel al vale quien sirve de mi juventud.
¿Alguien recuerda todavía a los indignados, aquellos que plantaron sus tiendas en nuestras plazas y calles, dieron lugar al 15M y fueron estafados por algo llamado Podemos? En aquellas fechas, uno se dedicó a hablar con algunos acampados, y he de decir que coincidía en muchos de sus planteamientos; un gran maestro me dijo entonces que lo importante era que la indignación fuera seguida de una dignificación, y en eso estoy permanentemente sin alharacas y, por supuesto, sin dejarme estafar por los supuestos redentores sociales…
Ya que hemos mencionado a España, por la carencia en muchos casos de dignidad existencial y social para los ciudadanos, no sería ocioso introducir el concepto de dignidad nacional, que es, en el fondo, la gran empresa colectiva pendiente; adolecemos de ella los españoles, pero confío en que en que algún día la recuperemos, con la ayuda de Dios, claro, porque poco se puede esperar de la clase política.
Finalmente, podríamos hablar de la dignidad real, que es aquella que recibes por parte de los demás, y en este aspecto también se relacionaría con aquella honra ya mencionada; es cuando hablamos de trato digno o indigno, que tiene mucho que ver con la actual tendencia a denostar o cancelar a quienes no comparten un pensamiento único, impuesto por doquier.
No quiero añadir a esta clasificación la controvertida expresión de dignidad política, pues conduciría mis pensamientos y el de los lectores hacia muchos personajes y situaciones públicas, especialmente al tema de ese voto unánime del Congreso que he mencionado de pasada en el primer párrafo de esta artículo.