Las guerras que nos circundan

Quizás me mueve a entrar en estos belenes el hecho de que haya soldados españoles destacados en 'misiones de paz' en ambos lugares.

Continúo con el tema de la pasada semana (recuerden: el de la asignatura pendiente en España y el de los tambores de guerra que suenan por doquier), pero debo confesar que no soy experto en política internacional, ni, de hecho en la política en general. Quizás me mueve a entrar en estos belenes el hecho de que haya soldados españoles destacados en misiones de paz en ambos lugares; o quizás el aburrimiento que me produce el panorama español, frívolo, tosco y vulgar. En todo caso, disculpas de antemano a los lectores por mis lagunas y posibles errores de juicio al respecto.

Empecemos por el conflicto de Oriente Próximo, al que no se le ve el final ni se pueden prever las consecuencias de una situación que empezó, si la memoria no me falla, en 1948. Lo califico de odio de razas, o, si se quiere, de odio de pueblos, en el caso de recordar el origen igualmente semita de ambos bandos.

Toda guerra, llamémosle normal —si es que puede ser comprendida desde la normalidad y la racionalidad, esa que, teóricamente, es patrimonio de todos los seres humanos— persigue la victoria de un contendiente sobre otro, el triunfo o el fracaso de las razones que han llevado al uso de las armas; en todo caso, el horizonte deseable es la paz, más o menos honrosa o humillante, respectivamente. No así en este caso. Lo que parece el leit motiv de esta guerra es un odio ancestral y el objetivo no es otro que la destrucción completa del pueblo enemigo; se trata de una guerra de exterminio, sin paliativos, de un auténtico genocidio, y lo dicen bien claro las proclamas de los dos bandos.

No es conformidad con una rendición sin condiciones, ni con un armisticio basado en la justicia y en las leyes internacionales, sino que se trata de borrar todo rastro sobre la faz de la tierra del otro, enemigo contumaz. Roma y Cartago pudieran ser muy bien un referente histórico lejano, sin entrar en más casos cercanos en la historia de naciones supuestamente civilizadas.

La sombra de Irán, en la actual situación, es gigantescamente alargada; algo tendrán que ver, digo yo, los hidrocarburos y el petróleo, esos que constituyen la “línea roja” que el señor Biden ha impuesto al Estado de Israel; sabemos que Irán es la cuarta mayor reserva del mundo en oro líquido y la segunda en gas natural; y eso, ni tocarlo… Por su parte, el Líbano, aquella antigua Suiza de Oriente hasta la larga guerra de 1975 a 1990, y la posterior más breve, cuenta, por su parte, con refinerías petrolíferas (en bajo rendimiento desde 1992), pero con un mercado mucho más amplio en cuanto al gas natural.

No sé hasta qué punto pesan más las razones económicas que ese odio racial que empuja a ambos bandos; la masacre cometida por las milicias de Hamás el 7 de octubre se considera el desencadenante de la guerra, pero es un suma y sigue de una situación prolongada a lo largo de muchos años; las milicias de Hizbolá han unido su causa a Hamás, pero, en la actual situación, es difícil separar el concepto de milicianos del de pueblo; lo cierto es que la actuación del Ejército israelí tiende a difuminar la diferencia, si nos fijamos en el tradicional concepto de guerrilla insertada en una población que se ve empujada a una atracción hacia los milicianos palestinos y libaneses.

Si nos trasladamos al otro punto caliente del Planeta, tengo para mí que, en el fondo, la guerra ruso-ucraniana viene a ser una guerra civil, pues, aunque se trate de dos naciones soberanas, no se puede perder de vista la historia: Rusia nació en Ucrania y sufrió, en el siglo XX, el holomodor estaliniano, nunca olvidado. Tampoco podemos obviar las razones actuales, tanto políticas como económicas: la existencia de zonas prorrusas en el este de Ucrania y, sobre todo, los inmensos yacimientos de minerales de tierras raras en las regiones de Donetsk y Lugarsk, con ese oro blanco del siglo XXI, el litio; tras él corren los imperios y las naciones que se disputan el mundo, sin contar con las grandes empresas que, como sabemos, no tienen patria; empresas a las que, por lo que he leído, Zelenski entregó varias yacimientos en el pasado.

Pero en esta guerra en concreto no se trata de odios raciales, sino de intereses; por una parte, las políticas expansionistas de Putin, resucitador del imperio zarista, y, por la otra, los intereses económicos, a los que no son ajenas otras naciones y, sobre todo, el primo de Zumosol de allende el mar.

Como decía al principio, soy neófito en estas materias. Quizás me han llevado a estos comentarios, la mencionada presencia española, bajo el mando de la ONU y de la OTAN, respectivamente, en las regiones en litigio; o a lo mejor el mencionado tedio y consiguiente asqueamiento del panorama nacional.

Y, al filo del mes de noviembre, me vienen a la memoria unas palabras de un pensador español, lejano en el tiempo y muy actual en su pensamiento: «Todas las guerras son, en principio, una barbarie»; y añadía, con respecto a su circunstancia de la España de aquellos años:

«Y una guerra civil, además de una barbarie, es una ordinariez, porque el pueblo que tiene que lanzarse a ella pone de manifiesto que ha malogrado una de las gracias más grandes recibida por la humanidad del Todopoderoso: la inteligencia y un lenguaje común para entenderse».

En todo caso, que Dios nos libre de unas y otras formas de todas las detestables guerras.