Este artículo de hoy puede considerarse una prolongación del de la semana pasada (recuerden: Señalar con el dedo), pero con más carga de indignación, si cabe, de su autor. En efecto, una cosa es saber de antemano que el adversario te va a dispensar constantemente todos aquellos calificativos que puedan desprestigiarte socialmente, y otra es asumir con gusto esta estrategia y darle publicidad gratuita; este hacer el juego al otro, que sabemos fullero y mentiroso, puede calificarse de verdadero masoquismo ideológico.
Tengo como claro ejemplo de ello el titular de una crónica de ABC (11-XI-24) del corresponsal e Washington, Daniel Alandate: Estados Unidos gira a la derecha, con límite a la droga y al aborto libre. La interpretación es diáfana: drogarse y abortar es de izquierdas, esto es, progresista; lo contrario es de derechas, y aquí pueden añadir los lectores todo el repertorio de términos peyorativos que un servidor citaba en el artículo que di a la estampa la semana anterior, incluyendo los de cavernícola y retrógrado, que se me quedaron en el tintero.
Es normal que quienes defienden el infanticidio y la drogadicción como avances sociales y muestras de esa libertad sin límites éticos, que continuamente promocionan en su propagada, acusen a los oponentes de los peores epítetos que se les ocurran. Lo absurdo es que estos hagan suyas las palabras denigratorias.
Lo progresista es aceptar las drogas y el aborto.
Tal es el caso de la citada crónica del rotativo madrileño, que parece seguir esta línea y convencer a los lectores, tanto a los de derechas como a los que no lo somos en absoluto, de que lo progresista es aceptar las drogas y el aborto. Por mucho que se esfuercen esos lectores en indignarse ante esa presunción, quedará en su subconsciente la duda o, por lo menos, se aceptará como plausible la idea, según el segundo escalón de la conocida Ventana de Óverton.
Este sometimiento, consciente o inconsciente, al lenguaje del adversario se está dando en muchísimos casos, que escapan al común de los ciudadanos; supone, de hecho, una claudicación del pensamiento propio, que siempre tiene la coartada de esa “tolerancia”, equivalente, en el fondo, a rendición sin condiciones. Asumir el lenguaje del otro es un arma que se ha utilizado y se utiliza profusamente, y que siempre concede la victoria a quien la ha empleado y difundido. Hay abundantes ejemplos en la historia reciente.
Uno ya clásico es cuando, en los telediarios de la Transición, los locutores repetían como loros cosas como “el comando legal”, “el ajusticiamiento” o “la rama militar de ETA”, con lo que hacían el juego al terrorismo, que no era en absoluto legal, no ajusticiaba sino que asesinaba y no era ningún cuerpo militar.
Situar ese país valencià en el ilusorio conglomerado de unos “Països Catalans”.
La manipulación de este tipo es abundante, y se emplea, no solo en los medios sino, desgraciadamente, en la enseñanza; así, numerosos libros de texto para el alumnado de la ESO en Cataluña tratan de una “confederación catalano-aragonesa”, en lugar de afirmar que se trataba de la Corona de Aragón, que reunía en su seno diversos reinos y principados. En los telenoticias de TV3, incluyendo el espacio dedicado al tiempo meteorológico que se prevé, no se les cae de la boca el sintagma “País Valencià”, en lugar del de Comunidad Valenciana o Reino de Valencia; la intención es clara: situar ese país valencià en el ilusorio conglomerado de unos “Països Catalans”.
E insisto —aunque me repita— también es fácilmente detectable en otras dos trampas lingüísticas muy habituales; la primera —me imagino que por decreto oficial— es no utilizar jamás las palabras “separatista” o “secesionista”, y elegir la meliflua y aparentemente inocente de “independentista”; fíjense, qué casualidad, que esta es una coincidencia más de los políticos del PSOE y del PP. La segunda —y aquí la jerarquía y los pastores de la Iglesia católica tienen mucha responsabilidad— es el manoseado y bastardo término de “Latinoamérica”, que, como bien dice el pensador argentino Alberto Buela, es la primera colonización cultural que sufrimos, tanto los hispanos de esta orilla del Océano como los de la otra; obvian, así, intencionada y torticeramente, hacer olvidar que la evangelización fue una tarea de los misioneros españoles, a la par que el mestizaje.
El titular del cronista de ABC en la capital estadounidense (me imagino que decepcionado democráticamente por la victoria de Trump) responde a esta burda trampa del lenguaje. Las ideologías imperantes del Sistema en la actualidad tienen ahí sus caballos de Troya, que son introducidos en las fortalezas contrarias, como el periódico que hemos mencionado, como brillantes aportaciones, sin caer en la cuenta de que atacan lo que ese medio dice defender.
A partir de ahora, posiblemente muchos españoles podrán sufrir en sus conciencias la incertidumbre, por lo menos, de que oponerse a la droga y al aborto equivale automáticamente a figurar en los listados de la acomplejada derecha española y que quizás valdría la pena ser más tolerantes y aceptar con gusto lo que se reputa como más progresista y actual.