Por lo que me han dicho mis amigos gaditanos, los más tradicionales, en este mes de febrero, han dejado de ser tales, pues se han convertido, de festejos populares, por una parte, en aglomeración de guiris españoles y extranjeros, y, por otra, en afluencia de personas poco recomendables. Parece que mantienen cierta brillantez los carnavales de Tenerife, pero acaso también sea una cuestión de tiempo.
Para los niños, la dura competencia del foráneo Halloween ha restado entusiasmo a los carnavales; ya sabemos, sin embargo, que, aparte de los videojuegos, una de las aficiones infantiles consiste en disfrazarse, a veces solo para el disfrute de las mamás; por ello, algunos colegios se empeñan en mantener la tradición, pero de forma cada vez más cansina y de acuerdo con patrones estereotipados.
¿Y el mundo de los adultos? Bastante tiene con ese permanente carnaval en que se ha convertido la política española; no nos imaginamos, sin embargo, a Carles Puigdemont susurrándole a Pedro Sánchez un vetusto “¿no me conoces, mascarilla?”, pues ambos son de trato tan frecuente que no hacen falta los disfraces y solo juegan -ante el público- a ver quién engaña más al otro.
¿Y les parece poco carnaval el que nos televisan a diario sobre el “juicio del beso” (o pico, porque uno ya no sabe a qué atenerse en el politiqués actual)? Sinceramente, a mí solo me despierta un inmenso tedio y una rememoración de aquella película y canción de Manolo Escobar, que creo que decía “por un beso que le di en el Puerto a una moza que no conocía…”; seguía con que habían querido matar la alegría del cantante, pero las imágenes constantes del juicio de marras son suficientes para sentir conmiseración por mis conciudadanos que sigan la noticia con apasionamiento.
Acudamos, no obstante, a los clásicos, y comprobaremos que quedan muy atrás aquellas trapisondas de Don Carnal y Doña Cuaresma del bueno de Juan Ruiz, ya que, desde la revolución sexual del siglo pasado, carece de sentido; además, la semana del orgullo gay (y otros muchos días del año) cubre con creces la ostentación callejera de vestimentas curiosas, cuando las hay, y las insinuaciones provocadoras.
En realidad, y siguiendo con la literatura para no caer en cancelaciones, lo que queda de los vetustos carnavales -descontando el mencionado Todo el año es Carnaval, de Mariano José de Larra- es cierta obsesión anticatólica, revestida de simple anticlericalismo casposo y decimonónico.
En efecto, a nadie se le ocurre recurrir a la sencilla chilaba por si las moscas, pero se nutren las rúas que permanecen de hábitos de clérigos, monjas y obispos mitrados, como ha ocurrido en la ciudad de Terrassa con su provocativo cartel de anuncio de los festejos; parce que, más que una ocasión festiva para disfrazarse o para cantar a la autoridad las verdades del barquero, el carnaval es una tonta excusa para hacer sangre a los católicos; con respecto a la antigua tolerancia a la hora de meterse con los poderes constituidos, esta ha venido a menos, pues pueden suspenderse chirigotas y burlas si atentan contra los sacrosantos principios woke.
Pero la religión (católica) es otra cosa, que ni encierra peligro ni sus burlas sufren cancelación alguna; recordemos el numerito de la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, que, más que anunciar de forma brillante un evento deportivo, se basaron en la afrenta al cristianismo; y tampoco hace falta recordar cuando, en la gala del Año Nuevo, una señora de cuyo nombre no quiero acordarme incidió en la misma línea, con menos vistosidad, en la seguridad de que sus gracias serían reídas por los sectores más cenutrios del público televidente.
Me imagino que este mes de febrero y sus carnavales no darán para más, y los burlas e insultos quedarán rápidamente sobreseídos -si llegan- en los tribunales, máxime ahora que se ha decretado la inexistencia de las ofensas a la religión. A todo eso, muchas jerarquías callan y otorgan, confiando en que su pasividad sea tenida, entre las ovejas de sus rebaños, como ejemplo de paciencia y resignación cristianas, cuando, en realidad, podría tildarse de cobardía.
Para acabar estas líneas, también en tono literario y bastante desenfadado, muchos echaremos de menos la presencia gallarda de un Don Juan Tenorio que, ante el griterío y tumulto de los malditos frente a la Posada del Laurel, sale a correrlos a cintarazos sin encomendarse ni a Dios ni el diablo.