La constante afrenta de la que se hace objeto a los católicos

No se trata de un ordinario y tradicional anticlericalismo ibérico, sino de ataques en toda regla a los fundamentos de la religión.

Los medios no adictos coinciden en su denuncia de la nueva blasfemia televisada, que, con motivo de la celebración del Año Nuevo perpetró la cadena oficial, esa que sufragamos entre todos los contribuyentes.

Ya no se trata de simple propaganda woke —que podría deducirse por añadidura— ni de resabios sectarios como los que presidieron las imágenes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, sino de una burla frontal en contra del cristianismo, precisamente en unos momentos en que el papa ha encarecido la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y, por cierto, no hemos leído aún ninguna protesta procedente del Vaticano; solo un ciceroniano y valiente quousque tandem abuterede un obispo español.

Disfrazados de un sentido del humor chocarrero, vulgar y espantosamente manido y cursi.

Hace bastantes años que se abrió la veda de los ataques directos a las creencias católicas de los españoles; algunos tan agresivos y violentos como aquel «arderéis como en el treinta y seis» y otros disfrazados de un muy teórico sentido del humor, que es chocarrero, vulgar y, en la mayoría de los casos, espantosamente manido y cursi. No hay duda de que detrás están las ideologías oficiales, y que, en la trastienda de insultos y burlas se hallan dictados de alguna covachuela de los poderes establecidos.

He de reconocer que no vi en directo la escena, pues uno tiene la sana costumbre de apagar el televisor tras la caída de la bola en el edificio de la antigua Gobernación de Madrid, y eso por tradición casi ancestral; acabadas las dichosas uvas, pongo mi música preferida y un familiar y amigable coloquio festivo precede a una inusitada partida de dominó de parejas, acabada la cual y tras la limpieza del comedor y la cocina, me entrego a un plácido sueño.

Vi la escenita en diferido, y eso al enterarme por los medios y las redes del desaguisado. Claro que me dolió, y tras numerosos dicterios silenciados por pudor y alguna rogativa por la necesaria conversión de los perpetrantes e inspiradores, me quedaba solo lamentarme de que hubiéramos llegado a estos extremos de estupidez, mal gusto, abominación estética y, por supuesto, escarnio para mis convicciones y las de una gran mayoría de conciudadanos.

La cobardía de los instigadores de la afrenta reducen su fobia antirreligiosa a los católicos.

No voy a repetir lo que ya se ha dicho ad nauseam: la cobardía de los instigadores y protagonistas de la afrenta que reducen su fobia antirreligiosa a los católicos, confiando en una inánime respuesta oficial de los Pastores; nunca la refieren o amplían a otras confesiones —lo que me hubiera parecido también rechazable— por las más rotundas respuestas a que hubieran dado lugar.

¿Qué demonios les ocurre a los progresistas, que tienen ese empeño cerril en pleno siglo XXI? No se trata de un ordinario y tradicional anticlericalismo ibérico, sino de ataques en toda regla a los fundamentos de la religión. Busco, así, y me parece encontrar tres motivos, que menciono por orden de importancia.

El primero y esencial procede de la maldad; y no se trata de que un demoniejo burlón conspire entre bastidores, pues bastante trabajo tiene el Mal en nuestro mundo para perder el tiempo con los televidentes españoles. Es, en todo caso, estupidez maligna, que, más que incitar al pecado o a la aberración, ofende gratuitamente de una manera burda y soez; no creo que nadie suponga que, en esta línea, vayan a prodigarse las apostasías ni los cultos satánicos.

El segundo motivo es la falta de imaginación; la habitual clientela de nuestra progresía ya nada en el laicismo impuesto, y adolece de causas por las que bregar; ni la escasez de vivienda, ni los problemas de los pescadores, ni las colas del hambre, ni el ecologismo rompe-presas, les bastan para su propaganda; y, de este modo, tienen que echar mano de los ataques a la religión, católica en este caso.

El tercer móvil es la cursilería congénita de los provocadores, y la absoluta falta del más mínimo sentido estético, como se puede ver en las imágenes del esperpéntico programa; qué más hubieran querido los telespectadores carpetovetónicos la presencia de estilizadas señoritas en sucinta muestra de sus encantos femeninos; acaso ello sí hubiera sido objeto de una censura de este feminismo de obligado cumplimiento, que es mucho más severa de la que imperaba en otros tiempos con el largo de las faldas y la generosidad de los escotes.

La absoluta seguridad de que no habrá respuesta de los ofendidos.

Hay, quizás, una cuarta razón de la blasfemia televisada: la absoluta seguridad de que no habrá respuesta de los ofendidos, representada por las instancias más altas del clero español y de su jerarquía; todo lo más, iniciativas aisladas, valientes, eso sí, pero solitarias, como en el caso del obispo que ha echado mano del inicio de las Catilinarias para su denuncia, en la más completa seguridad de que muy pocos universitarios de ahora —y menos los políticos— conocen su origen.

Habrá que seguir esperando para que se tome conciencia de la constante afrenta de la que se hace objeto a los católicos; o, como dice el libro de los Proverbios, creer firmemente en que «el Señor da la sabiduría, de su boca proceden la ciencia y la inteligencia»; y nos atrevemos a añadir que también el sentido estético, la belleza y la elegancia.