¡Todos somos racistas!
El Ayuntamiento de Barcelona ha engalanado las farolas de la ciudad con carteles de una campaña “En contra del racismo” y a favor de la “diversidad”; las consignas municipales son pegadizas y pretenden sin duda reeducar y reconvertir al ciudadano, si es que se da la circunstancia de que este transpira discriminación y segregacionismo por todos los poros de su cuerpo.
Por supuesto, no se trata de una iniciativa exclusivamente local, sino que forma parte de un mensaje institucional del Estado, que se propone, beatíficamente, curarnos a los españoles de un supuesto racismo extendido por todos los puntos cardinales de la península, islas y ciudades más allá del estrecho.
Las pruebas de esta malsana tendencia racista son concluyentes: basta que tres o cuatro energúmenos futboleros insulten a jugadores negros, claro que con la misma estúpida pasión con que se meten con las madres de los árbitros (¿qué culpa tendrán las buenas señoras de los aciertos de sus hijos?) para que los medios, al unísono, desarrollen la teoría del racismo omnipresente; o basta con que alguien pronuncie la palabra “moro” para que sus contertulios lo señalen con el dedo acusador (sin saber, claro, que la palabra no es ningún insulto, sino que procede de “mauro”, es decir, de Mauritania).
Los españoles no somos en absoluto racistas, ni discriminadores, ni segregacionistas, ni nada por el estilo.
El colmo de la ridiculez políticamente correcta se dio en la misma Barcelona de mis pecados, en tiempos de la impresentable señora Ada Colau, cuando se editó un librito que también pretendía “educar” al ciudadano; en ese panfleto, se proscribía decir “voy a comprar al paki” o “esta noche cenaremos en un chino”, pues todo ello era, al parecer, de lo más ofensivo.
Pues bien, según este humilde articulista, los españoles no somos en absoluto racistas, ni discriminadores, ni segregacionistas, ni nada por el estilo, aunque nos quejemos de la inmigración descontrolada y de los porcentajes de reos de origen diverso en las cárceles; habrá excepciones, claro está, algunas de ellas enmarcadas en ese curioso antijudaísmo de que hace gala la extrema izquierda, a juzgar por las pintadas que uno ha leído (“muerte a Israel”, “judíos asesinos”, etc.).
He dicho que el español no es racista y lo sostengo; y no voy a invocar las Leyes de Indias ni el mestizaje, que nos quedan un poco lejos, ni acudir al curioso neologismo del caletre de Giménez Caballero («España nunca ha sido racista, sino todo lo contrario: raceadora»). Me apoyo en mi propia experiencia, y perdonen los lectores esta incursión en la nostalgia de juventud: campamento de la OJE de Covaleda, 1965; entre los mil y pico acampados figuraban los de las llamadas entonces provincias africanas, negros y moros; cuando íbamos los cristianos a la capilla, ellos tendían sus mantas en el suelo, en dirección a Oriente, y rezaban sus oraciones; luego, formábamos todos ante las mismas banderas de una patria común. Jamás oí ningún comentario despreciativo, compartíamos las mismas actividades en un clima de sana camaradería; eso sí, cuando en el desayuno se incluía el rico jalufo soriano, algunos nos apresurábamos a cambiárselos por galletas…
Son una estrategia de la Ideología woke que asola Occidente
Pero volvamos al presente y descubramos cuál es el fundamento de las campañas institucionales acusadoras: son una estrategia de la Ideología woke que asola Occidente y se propone como un dogma oficial que no admite crítica ni controversia; en el caso que nos ocupa, de la “Critical Race Theory”, CTR en siglas, o, traducida, Teoría Crítica de la Raza, que, lejos de rechazar u obviar planteamientos racistas, los convierte en motor de su lucha, porque, según sus planteamientos ideológicos, “todos los blancos son necesariamente racistas” (Racismo Sistémico); es decir, un nuevo racismo, pero invertido. Como dice el profesor Jean-François Braunstein, con respecto a esta ideología, «un buen antirracista es aquel que juzga a otros en función del color de su piel», y átenme estas moscas por el rabo.
Si algún blanco se intenta defender de la acusación de racista, es señal de que lo es, y nadie se escapa de esta condición. En realidad, la CRT es un ariete más que los wokistas utilizan para dinamitar todo asomo de cultura europea; este y otros recursos semejantes forman parte del frente de la interseccionalidad, que se apoya en todas las supuestas minorías discriminadas (cada día son más, por cierto) para formar una ofensiva común. La izquierda que se considera extrema hace causa común, estúpidamente, con estos planteamientos, en lugar de cumplir un papel decisivo para defensa del trabajador, sea del color de piel que sea.
En consecuencia, un servidor pasará de largo ante la cansina propaganda del Ayuntamiento barcelonés y de campañas institucionales del mismo jaez; recordaré siempre con agrado a mis camaradas saharauis y guineanos del verano en Covaleda, y, como evocación algo más reciente, de mi larga etapa docente, a un alumno de COU —con el que cultivé buena amistad— que un día se levantó indignado en el aula porque algún compañero le había calificado de color, para reivindicar con orgullo su negritud y, al mismo tiempo, su españolidad.