Existen varios tipos de muros, pero, simplificando, voy a catalogarlos en dos tipos: los muros físicos y los muros mentales. Somos bastante conscientes de la existencia de los primeros, pero menos de los segundos. Y puede que estos últimos sean incluso más perniciosos que los primeros. A los hechos me remitiré.
De entre todos los muros físicos que he visitado, tres me han impactado fuertemente: el de Belfast, el de Ciudad Juárez y el de Berlín. Cada uno de ellos me retrotrae a situaciones que nunca debieron haberse producido. Y cada uno de ellos ha originado dramas humanos que no tienen ningún tipo de justificación. He visto otros, como la Muralla china, el del Sáhara, el de Chan-chan, lo que queda del de Adriano o los que encierran en su interior medinas, kasbahs u otras ciudadelas, pero para lo que quiero explicar con los tres primeros me basta.
Estuve en Belfast hace un tiempo, en el marco de un proyecto europeo. Nuestros colegas irlandeses eran, además de muy competentes en el ámbito profesional, extraordinariamente amables y, hasta diría, entrañables, con nuestro equipo. Nos enseñaron la ciudad y la comarca, la verde costa irlandesa, con la imponente Calzada del Gigante, explicándonos, al mismo tiempo, el contexto actual del conflicto de Irlanda del Norte, que está todavía presente en todo tiempo y lugar.
Belfast, cada barrio permanece enclavado todavía dentro de su muro y, al anochecer, continúan cerrando las puertas, para que el tránsito entre las dos zonas no pueda producirse hasta el siguiente amanecer. Muchos taxistas no aceptar cruzar a la otra zona; un gran número de ellos ni tan siquiera la conocen y quieren evitar el conflicto directo con gente «del otro lado».
El tour turístico que algunos transportistas realizan durante el día únicamente permite apreciar la parte externa del muro, con las correspondientes y constantemente remozadas pinturas y pintadas, así como las puertas metálicas que cierran ese contorno de separación entre barrios. En la noche, el ambiente de las calles cercanas al muro se asemeja a una plancha de plomo… Si alguien no ha llegado a su territorio a tiempo, antes de que se cierren las puertas, debe dar una larga vuelta por los suburbios más alejados y penetrar en el interior de la zona de los otros por andurriales que sólo los más avezados conocen.
«Cuando entrabas en un pub, podías ver todavía las fotos de los caídos del respectivo bando, según la zona en que estuvieras»
El hotel en el que nos hospedaron había sido objeto de las bombas del IRA repetidas veces; en su vestíbulo, un cartel advertía en tono desafiante que el hotel «estaba siempre abierto» y una exposición de fotografías mostraba que durante varios meses sustituyeron los cristales de las ventanas por plásticos, para evitar que las explosiones lesionaran a los huéspedes. Cuando entrabas en un pub, podías ver todavía las fotografías de los caídos del respectivo bando, según la zona en que estuvieras. Un ambiente gélido, de fuerte dureza, presidía las relaciones sociales y muchas personas, pertenecientes a cualquiera de las dos comunidades, prácticamente nunca tenían contacto con alguien que fuera de la otra. «Ya no se matan, pero continúan odiándose» era la frase que me venía repetidamente a la cabeza.
Esos muros físicos representaban el muro mental en el que vivían unos y otros. Y no era difícil imaginarse algo semejante, aún sin muro físico en nuestro entorno, donde algunas zonas dominadas por los distintos secesionismos parecen parques temáticos disuasorios, para impedir que sean penetradas por los «del otro lado».
En Ciudad Juárez la cosa era distinta. El muro, que separa esta ciudad mexicana de la estadounidense de El Paso, pretende impedir que entren en este último país las personas provenientes de México. Muchas de ellas han atravesado penosamente buena parte del continente, pues provienen de Centroamérica o de otros países situados más al sur. Las mafias, a cambio muchas veces de todo lo que estas personas poseían, se encargaban de organizar los viajes, en condiciones infrahumanas la mayor parte del tiempo y, también, de hacerles pasar el muro, a través de túneles normalmente, con riesgo de sus vidas y sabiendo que en la mayor parte de los casos tales tentativas serían detectadas, con la subsiguiente detención y deportación de las personas que lo habían intentado, a veces por tercera, cuarta, quinta… vez.
El muro estaba coronado por una alambrada electrificada y, cada pocos metros, una torre de vigilancia controlaba que la zona se mantuviera tranquila. Patrullas policiales, tanto mexicanas como estadounidenses, recorrían el perímetro del muro reforzando los controles. Grupos de mirones eran periódicamente desalojados de las atalayas que, como primer nivel de disuasión, transcurrían en paralelo al muro. Era un muro frío, inhóspito, en medio del desierto que cubre la parte norte de Chihuahua y el sur de Tejas, antaño habitado por apaches y tarahumaras y hoy en día surcado de urbanizaciones de alto standing, valladas a su vez y con vigilancia privada fuertemente armada, dirigida a garantizar una tranquila exclusividad a los residentes de estos habitáculos.
«En una distópica visión, imaginaba la ‘partición’ de Cataluña, entre las denominadas Tabarnia y Tractoria»
Muy cerca se podía apreciar la frontera oficial, con largas colas de vehículos alineados de cara al entonces (no sé si ahora también están pintadas así) verdes garitas fronterizas, a la espera de cruzar de un lado al otro, especialmente del sur hacia el norte, puesto que los controles eran mucho más exhaustivos en este sentido. Cercanos al muro, o a las alambradas que lo prolongaban delimitando la frontera, campos sembrados de cruces o de piedras con nombres femeninos, recordaban el feminicidio habido en Ciudad Juárez durante largos años.
En una distópica visión, imaginaba la partición de Cataluña, entre las denominadas Tabarnia y Tractoria. En los días álgidos de la kale borroka del procés, se hacía difícil poder atravesar según qué zonas, con los tractores del secesionismo cercenando la libre circulación entre ciudades o entre barrios. O los meses que tuvimos que hacer largas colas para entrar en Barcelona desde el norte, por los cortes que los controladores del lazo amarillo imponían en la Meridiana, con la complicidad de autoridades administrativas y policía. Sólo faltaba que nos pidieran el pasaporte.
No estuve en Berlín cuando cayó el muro, mejor dicho, cuando lo tumbaron. Sin embargo, siempre lo había tenido presente en mi pensamiento porque, siendo todavía una niña, en el NODO, pasaron unas imágenes de su construcción, en blanco y negro, que me dejaron impactada. Se veía en ellas cómo se arrancaba a personas de las ventanas (se habían subido a ellas para lanzarse al vacío) de los edificios que separaban la zona controlada por los rusos de la que había quedado adjudicada al resto de potencias vencedoras en la Segunda Guerra Mundial.
Seguidamente las tapiaban con ladrillos, sellando la permeabilidad entre ambas franjas. Algunas gentes conseguían saltar in extremis, en el último momento y varias eran abatidas a tiros cayendo ya al otro lado. Se veía también cómo, en otras partes, se levantaban vallas y se construían tapias de separación, rechazando con golpes y empujones a quienes pretendían no quedarse dentro de lo que después se denominó el Berlín oriental. Y la voz característica del locutor de este noticiero oficial explicaba que aquel muro se estaba levantando sin previo aviso, separando amigos y familias, que tenían que permanecer en uno u otro lado según dónde se encontraran en el preciso momento de su construcción.
«La separación de Berlín es evidente todavía, incluso desde el metro que ahora ya une las dos partes»
Periódicamente, el NODO nos continuaba mostrando los intentos de saltar el muro, a veces finalizados exitosamente y otras fallidos, protagonizados por personas del Berlín oriental, que pretendían pasar a la otra zona. Claro, Berlín, situada en territorio de la denominada República Democrática de Alemania, bajo influencia directa de la Unión Soviética, también había sido dividido en forma semejante al propio país, creando una minúscula isla de modo de vida occidental, reconstruida tras la guerra y mostrando una llamativa arquitectura y un modo de vida, que la hacían apetecible a muchos de los otros berlineses, ya fuera para quedarse en ella o para posteriormente establecerse en otras partes de la República Federal de Alemania o emigrar a otros países no vinculados al bloque soviético.
Esta separación es evidente todavía, no sólo por los restos que se han mantenido como recuerdo del muro, sino incluso desde el metro que ahora ya une las dos partes y muestra lo que había sido una especie de tierra de nadie en la que múltiples personas habían perdido la vida en desesperados intentos de pasar de un Berlín al otro. Pero no sólo la guerra había desgarrado a la ciudad. Berlín ya había sido moralmente destrozada en la preguerra, durante el período nacionalsocialista. Y continuó estándolo en esa posguerra de guerra fría, cuando el control que ejercían unos sobre la vida de los otros se añadía como un muro mental a las vallas, los parapetos o las ventanas tapiadas.
Por ello, cada vez que viajo a Berlín, no puedo sino recordar que, lo que ahora veo, en una ciudad a la que calificamos, a veces sin analizarlo debidamente, como cosmopolita, culturalmente abierta y puntera en múltiples aspectos, durante largos años estuvo, en cada una de sus partes, vedado a la media humanidad que correspondía a la parte contraria. Siempre pienso: pobres berlineses del Este; pasaron del nazismo al comunismo y ahora les hemos dicho que son demócratas.
Mientras tanto, no nos damos cuenta de que el vecino de arriba es un potencial controlador (a veces real controlador) que sólo defiende su parte del muro. Y, es curiosa la cosa: la mayor parte de los muros se construyen para evitar entradas no deseadas, pero éste de Berlín fue concebido precisamente para lo contrario, para que no se pudiera salir de la pretendida zona de confort. Un modelo sobre el que se pretende ahora educarnos, en falsas concepciones históricas, literarias o lingüísticas, que van a impedir que las nuevas generaciones puedan desempeñarse fuera de las «capillitas ideológicas y territoriales» creadas para que unos pocos, los hijos de las élites, estén bien servidos y posicionados.
«Estamos ante muros mentales que se asientan sobre las arenas movedizas del populismo o del nacionalismo»
Porque también estamos ante muros mentales, de esos que el ojo humano no puede apreciar, pero que generan ilegítimas divisiones y rompen amistades, familias y relaciones. Estos muros se asientan sobre las arenas movedizas del populismo o del nacionalismo, que tanto daño han hecho en esta nuestra Europa durante los últimos siglos, especialmente en la pasada centuria y que resurgen actualmente de la mano de pretendidos progresismos.
Se nutren de la irresponsabilidad de quienes pretenden, a veces con éxito, engañar a sus congéneres, prometiéndoles lo imposible y situándoles ante el descalabro social. Consiguen introducir, otra vez, y desde los poderes públicos, la división entre buenos y malos. Censuran (ahora se dice cancelan) todo lo que no responda a su propio concepto identitario. Pretenden establecer lo que denominan arteramente «cordones sanitarios», realizando un uso de tales palabras que avergüenzan a muchos de quienes tienen como profesión precisamente la defensa de la salud.
Desafían a la historia y a la razón. La manipulación más descarada va tejiendo con todo ello una distancia en la forma de pensar de las personas que, progresivamente, se va rellenando, primero de incredulidad, después de indiferencia y, finalmente, de la aquiescencia que acaba edificando el muro. Así, como quienes fraguan acuerdos inconstitucionales y los revisten de falsa constitucionalidad, son «los de mi lado del muro», pues me lo creo, lo repito y voy de esta forma consolidando los mayores atropellos. Parece que exista una especie de ley habilitante que justifique la voladura del orden constitucional por parte de esa falsa progresía que repite hasta la saciedad consignas que sólo su parte del muro asimila, como sedados por algo parecido a aquello que se administraba en Un mundo feliz y que amortecía el entendimiento.
Zweig, en El mundo de ayer: Memorias de un europeo, narra el soterrado estallido de aquella sociedad que se pretendía humanista y que, por no haber sabido, o podido, reaccionar a tiempo, quedó destrozada por el seguimiento de las doctrinas que llevarían a una de las peores tragedias que tuvo que sufrir la sociedad europea. Y no sólo ella… Una sola frase de su libro muestra con toda claridad la ignominia a la que tuvieron que enfrentarse nuestros ancestros: «Para mi profundo desagrado, he sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo; nunca, jamás (y no lo digo con orgullo sino con vergüenza) sufrió una generación tal hecatombe moral, y desde tamaña altura espiritual, como la que ha vivido la nuestra».
«Hoy en día es mucho más fácil seguir la corriente frentista implícita en el muro mental que oponerse a ella»
Aunque parezca que la modernidad impide que cosas semejantes se repitan, hay que ser conscientes de que no estamos inmunizados. Y de que no podemos dejar que se vayan construyendo más muros divisorios, porque el desastre puede estar penetrando entre nosotros. Por lo invisibles al ojo humano, estos muros mentales son incluso más peligrosos y rechazables que los muros físicos. ¿Cómo hacerles frente? ¿Cómo vacunar a la ciudadanía para que no sucumba ante ese socavamiento moral? ¿Cómo lograr que no tenga que ser calificado de «valiente» el rechazo a ese apartheid que está implícito en la configuración de «los míos» y «los tuyos»?
Porque, hoy en día, es mucho más fácil seguir la corriente frentista implícita en el muro mental que se viene instaurando entre nosotros que denunciarla, oponerse a ella y, pese a ser objeto de descalificaciones e insultos, mantener la posición que Bobbio defendía para ser considerados ciudadanos: ciudadanos libres e informados, ciudadanos conscientes de lo que significa el voto en democracia, activos socialmente y prestos a defender los valores sobre los que sobran muros, vallas y, sobre todo, reservas mentales periclitadas.
En Cataluña, aunque no sólo en ella, se ha construido un muro sobre la lengua y la identidad, poniéndolas al servicio de oscuros intereses; además de amnistiar a golpistas, se va a consolidar, con el acuerdo de sedicentes socialistas, la ruptura del modelo de financiación autonómica entregando la llave del mismo a quienes han protagonizado el mayor ejemplo de insolidaridad, anticonstitucionalidad y ruptura del sistema de derechos.
En España se está construyendo un muro sobre lo progre entendido según quieren los que lo construyen, tergiversando conceptos y pretendiendo justificar lo injustificable en aras de schmittianas y pírricas investiduras que no pretenden más que el mantenimiento en el poder o en los privilegios de los de su lado del muro, tergiversando incluso los conceptos, para revestir de «federalismo» lo que no es más que un burdo intento de construir una confederación de facto.
En Europa se puede construir un muro sobre falsos patriotismos identitarios que, además, están en contradictoria conexión y connivencia con quienes quieren destruirla. En el mundo, aparecen muros forjados alrededor de un falso pluralismo jurídico en el que todo vale, aunque ponga en riesgo o vulnere directamente derechos fundamentales y, además, se exporta el modelo con cierto éxito. Todo ello puede conducirnos por peligrosas pendientes, ya recorridas antaño, que derivaron en lo más abyecto que recuerda la humanidad. Estamos a tiempo para hacerles frente. Pero si tardamos demasiado seremos engullidos por ellas.