Opinión

No hay pan para tanto chorizo

Íñigo Errejón, como Pablo Iglesias y su generación de adanistas, nos han arruinado la Transición a golpe de frasecitas de fogueo.


Publicado en primicia en Libertad Digital (31/10/2024), y varios días después por Salir al Aire (con autorización del autor). Leerlo en el sitio web original

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No es sólo la caída de Errejón lo que acaba de derrumbarse, es una generación de adanistas que tuvieron la petulancia de presentarse en la plaza pública al grito de: "El cielo no se toma por consenso, se toma por asalto". La carta de dimisión del personaje define la flacidez y la impostura de esa generación. Es tan ridícula que sólo un bolero la podía definir: Cántanos un bolero, Errejón.

Pablo Iglesias, que nos llevó con la frasecita al mismo infierno, pretende ahora salir de su propio castañazo a costa de buitrear la carroña de Iñigo Errejón esparcida por las bragas selectivas y mudas de sus propias compañeras de Mas Madrid y Sumar.

Acompaña a esa frase grandilocuente del Cojo Mantecas redivivo esta otra del defenestrado para definir la vacuidad de esa generación de adolescentes a propósito de la aprobación de la amnistía: ¿Por qué exigir arrepentimiento si las ideas no delinquen?.

En la presunción está su pena. Como si las ideas fueran sagradas. Las opiniones no se respetan, Iñiguito, se confrontan. A quién se debe respetar es a la persona que las sostiene y a su derecho a defenderlas. Porque si las opiniones son erróneas, injustas, insidiosas, o simplemente estúpidas tenemos derecho a refutarlas o incluso combatirlas. Como es el caso. Para eso está la razón, la ciencia, baremos convencionales del intelecto sujetos a reglas y hechos contrastados. ¿Qué puede ser más clarificador, para cualquiera que ame la búsqueda de la verdad, que una idea arraigada que desechamos por errónea? No seríamos menos, sino más inteligentes, no seríamos más desgraciados, sino más capaces por haber rechazado errores tóxicos. Como cuando descubrimos a tiempo un cáncer agazapado en nuestras carnes.

Íñigo Errejón, como Pablo Iglesias y su generación de adanistas, nos han arruinado la Transición a golpe de frasecitas de fogueo, como esa de No hay pan para tanto chorizo. Deslumbran, pero son fatuas y vacías. Lo dicen todo a quienes necesitan solucionar la vida de un plumazo, sin darse cuenta que en esta puta vida nada se logra sin esfuerzo. En vez de aprender de la experiencia, la desprecian, en vez de optar por la prudencia, se pavonean con cursiladas para adolescentes.

Esta digresión sólo pretende iluminar una de las muchas facetas de la vida social española infectada por esta pestilente generación de adanistas. No, no quiero hablar de Errejón, tiene derecho a la presunción de inocencia como cualquier ciudadano, tampoco de la pestilencia que destilan las redes sociales, o del desamparo de las mujeres a pesar de su ley del sí es sí. No, un ejército de internautas, tertulianos y articulistas ya lo hacen con sobrada eficiencia. Prefiero ir directo a la boca del lobo dispuesto a disputar mi opinión sin tener que pedir permiso a esa ola de fundamentalismo feminista de raíz podemita que nos asola. Poniendo el foco —y sólo en él— en la quiebra de las relaciones amorosas. Una calamidad.

¿Han pensado en el daño irreversible que le han hecho al cortejo amoroso entre personas libres que hasta la llegada de esta generación de adanistas era una de las más hermosas oportunidades del ser humano para soñar, insinuarse, dar rienda suelta a emociones inexploradas, enamorarse… o fundirse en un solo suspiro? ¿Qué hombre está hoy a salvo del desencuentro con una mujer, de su desengaño, o simplemente de su chantaje emocional por venganza? Ya saben, del amor al odio hay un paso.

No estoy salvando al hombre de esas tretas. Simplemente remarcando que, en el conflicto, ellos siempre perderán en la plaza pública. Ni tampoco pretendo convertir a la mujer en sospechosa. Posiblemente ella sea la primera víctima. Tal como está la Ley del Sí es Sí, y sobre todo, la corriente social de apoyo a la palabra de la mujer en nombre de su desventaja pasada, cualquier insinuación del hombre, un simple roce de manos mal interpretados, si hay mala fe por parte de la mujer, la reputación de ese hombre está acabada. Aun cuando los Tribunales posteriormente le absolvieran.

Las relaciones amorosas de las personas están jalonadas de desengaños, traiciones, desencuentros propios de la fatalidad de vivir. No incluyan las destruidas por la violencia, el maltrato, etc. El Código penal las persigue de oficio. Recuerden que les estoy hablando sólo de ese campo de relaciones sanas, que por mor de una sociología femilazi victimizada hasta la impunidad, impide la espontaneidad de las relaciones amorosas.

Han quedado prohibidas todas las prácticas raras que la Transición legitimó bajo aquel sencillo pensamiento de la doctora Ochoa a principios de los Ochenta: La cuestión está en el consentimiento mutuo. Cualquier mujer con mala fe, o herida en su amor propio la puede liar: hermana, yo sí te creo. ¿Cómo qué yo sí te creo? ¿Y entonces los tribunales para qué están? ¿El hombre es culpable por el mero hecho de serlo?

Sé que es difícil opinar cuando la conversación pública está tan viciada, pero hagan el esfuerzo de centrarse sólo en lo único que pretendo poner en foco: en el espacio del filtreo amoroso, del cortejo emocional, de la invitación sexual, o simplemente del galanteo mutuo. En esta atmósfera de sospecha, los hombres en general podrán ser los más respetuosos de los mortales, pero ¿cómo harán compatible ese respeto y su empatía amorosa con la mujer, si cualquier malentendido, y desde luego un episodio de mala fe, lo puede arrojar a los infiernos en un abrir y cerrar de WhatsApp?


CODA: El que es un miserias, es un miserias. Y lo mismo que hay mujeres en este contexto sociológico de la Ley del Sí es solo Sí con derecho a estar por encima del bien y del mal, hay hombres, todavía, que juegan con los sentimientos de las mujeres, cuando en realidad sólo buscan follar. Y acaban haciéndoles mucho daño. Y lo peor, para librarse de culpa o desentenderse de un embarazo no deseado, las tratan de putas. La mayor degradación de un miserable.

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