«El origen de la mala política es siempre la falsa Historia», dice el hispanista Marcelo Gullo, en este caso referida a la Leyenda Negra, extendida universalmente desde antes del siglo XVIII acerca de nuestro país… ¡Basta ya de mentiras!, expliquemos la verdad.
A lo largo de la historia de los últimos 2000 años, tras las civilizaciones de Grecia y Roma en el mundo occidental, después del Imperio Romano Europa cayó en un retroceso económico y cultural producido por la implantación de las invasiones bárbaras, de origen oriental, que asolaron la Europa imperial de los Césares de Roma, y que descompuso el orden social, volviendo al nomadismo, al desarticularse las ciudades y la vida administrativa. Este largo periodo de reestructuración que duró casi diez siglos, del V al XV, lo denominamos Edad Media.
Lo que movió a este mundo deshecho, y que se reconstruyó organizando los poblados junto a los ríos, reagrupando a los ermitaños en conventos, y la organización de un mundo liberado del poder autárquico del feudalismo, con la ayuda mutua que supusieron los gremios, fue una idea: el imparable auge del cristianismo que, sobrepasando los límites de Israel, ocupó Roma y traspasó los límites de su Imperio.
Si pensamos en la Hispania del siglo V, asolada por invasiones sucesivas de suevos, vándalos, alanos y visigodos, veremos cómo ésta los cristianizó a todos, y en España se adoptó el cristianismo como religión estatal, con la conversión del rey visigodo Recaredo en el Tercer Concilio de Toledo, en el siglo VI, año 589, y en él, el monarca abjuró del arrianismo, desviación hereje del cristianismo, cuyo creador Arrio (nació en Libia, a.250 y murió en Constantinopla en a.336) negaba la naturaleza divina de Jesucristo.
La Hispania Romana, la forjadora de Occidente, el gran imperio que abre la Era Moderna
Y aquí comienzan los cimientos de la primera gran nación de Europa, con sus límites precisos en el dominio íntegro de la península Ibérica: la Hispania Romana, la forjadora de Occidente, el gran imperio que abre la Era Moderna en el mundo tras superar la más larga e inmensa lucha que se ha conocido en la humanidad, que duró desde 711 hasta 1492, contra los invasores islámicos procedentes de Arabia, que habían huido de La Meca tras una carnicería para disputarse el califato o sucesión de Mahoma, durante un festejo trampa; triunfantes los rebeldes abasíes, éstos instauraron la dinastía que desplazó, asesinándolos, a los omeyas, descendientes de Mahoma, pero algunos escaparon de la matanza y huyeron hacia Hispania, donde fundaron Al-Andalus y se asentaron aquí por casi 800 años.
Esta España gloriosa descubre América en 1492, y en el decurso de su expansión por el continente se producen hazañas casi míticas, como, por ejemplo, la liberación de pueblos oprimidos por aztecas e incas por parte de unos puñados de hombres liderados por Hernán Cortes en Méjico y Pizarro en Perú, respectivamente; pueblos donde sus dominadores no sólo los tenían esclavizados sino que también eran antropófagos y se alimentaban de sus cuerpos (en número de 20.000 víctimas anuales sacrificadas sólo en Méjico), sacándoles el corazón con la excusa de sacrificarlos al dios sol.
A la vez, estos aventurados españoles no sólo catequizaron a estos indios americanos haciéndolos cristianos, sino que, por mandato real, estaban obligados a estudiar y promover el mantenimiento de las lenguas propias de aquellos pueblos para «proveer los curatos con clérigos que dominaran la lengua de los indígenas para entenderse con ellos», y así llegaron escribir las gramáticas de las propias lenguas aborígenes, que de tal forma siguen vivas: quechua, en Perú, Bolivia, Ecuador y norte de Argentina (de nueve a catorce millones de hablantes en la actualidad); guaraní, en Paraguay, Brasil y Argentina (de siete a doce millones); o nahuatl en Centro América y aimara en Bolivia, Perú y norte de Chile respectivamente (de dos a tres en cada uno de estos idiomas).
Los apuntados son datos que indican que la expansión y la presencia de España en América no fue depredadora, como sí lo fue la colonización anglosajona, cuyo lema político fue “el mejor indio es el indio muerto”, lema que efectivamente fue llevado radicalmente a la práctica tanto en América como en Australia, arrasando en ambos casos a los aborígenes. La presencia de España en cambio fue acumuladora y generadora. Los españoles no se dedicaron a matar y robar, como asegura la Leyenda Negra, sino que crearon hospitales algunos de los cuales han llegado hasta hoy, como el famoso Hospital de Jesús, en Méjico (325 en el siglo XVI, 132 en el XVII, 192 en el XVIII, y 208 en el XIX, según estudio publicado en la web La América Española), y 33 universidades creadas en el continente 20 años antes de que se crearan en Alemania e Inglaterra.
La acción de España fue de liberación, no de conquista.
¿Para quién iban a crear todo esto si los españoles eran un puñado, escasos miles, si además dicen que habían ido a matar y robar? No, esa leyenda se derrumba como un castillo de naipes ante la realidad. La acción de España fue de liberación, no conquista. La prueba era que España no fue ni tuvo allí un ejército, y que ese puñado de hombres se integró con los aborígenes casándose y cruzándose con ellos y formando un solo pueblo. Y es que los Reyes Católicos, Isabel concretamente, decretó que los indígenas de aquellas tierras se convirtieran en súbditos, como los peninsulares, con los mismos derechos y deberes que éstos.
Y es que los Reyes Católicos tenían un objetivo, la Universitas Christiana, el hecho de conseguir la cristianización universal para hacer posible el objetivo bíblico de «formar un solo rebaño, con un solo pastor». Y para refrendar este hecho tenemos la expulsión de los judíos que no quisieron convertirse al cristianismo, a pesar de que el protagonismo de estos en las finanzas se desplazó a Holanda, donde se fueron, con las consiguientes consecuencias negativas para nuestra economía.
Pero tanto esplendor no fue posible sin despertar la envidia en toda Europa hacia la España imperial. Primero fue la ruptura de la religión católica (universal) con el despótico protestantismo. Estas herejías consideraban que sólo la fe era suficiente, sin obras, para la salvación del alma (Lutero), o que el Redentor había venido a salvar sólo a los ricos (Calvino), y que, por tanto, la riqueza era signo de predestinación. En Inglaterra, los anglosajones pensaban que ellos eran los ricos, el pueblo redimido por Dios…
Todo lo dicho fue sembrado por la masonería, que ya explicaremos con detalle en diferentes artículos, pero cuya acción anticristiana llega hasta hoy. Y lo comprenderemos sabiendo que su príncipe de la luz, al que adoran sobre todo, se llama ¡Lucifer!. Pero ellos son tan “discretos” que no lo divulgan, son una sociedad secreta según el decir popular, y jamás ninguno de sus miembros confiesa su militancia en público y menos aún puede señalar a otro compañero que lo sea. Ellos, los masones, han creado la Leyenda Negra para favorecer que los colonizadores anglosajones hayan podido robar el 60% de las tierras de Méjico y otras tierras de la España americana, y echar la culpa de su acción depredadora a los españoles. Esta actitud alimentada durante varios siglos ha servido para desprestigiar la acción católica de España en América. Los masones son también, insisto, los rectores ideológicos del Imperio anglosajón, que sustituyó al español en el siglo XVIII.