No podemos evitar que la Navidad nos ponga tiernos y sensibles, y esto nos sucede a todos, incluso a aquellos que tratan de ocultarlo tras un caparazón de escepticismo e incluso de descreimiento; pero los creyentes tenemos el plus de acercarnos al Misterio de la Encarnación y de la Redención a través del Niño de Belén, y los algo más avezados intentamos profundizar en todo ello a través, por ejemplo del prólogo del Evangelio de Juan.
De todas formas, la ternura que invade estas fechas sobrepasa fronteras y creencias concretas, y los seres humanos no podemos menos que emocionarnos, sea por los recuerdos, sea por compartir el relato del nacimiento de un niño en un pobre pesebre de una oscura localidad palestina.
El arte y la literatura, en todas sus formas y como reflejos sociales, se han hecho siempre eco de ese acontecimiento de rango universal; los villancicos populares, la poesía y la narrativa, el cine y el teatro, reflejan manifestaciones de lo que llamamos el sentir navideño y, quien más, quien menos, de una u otra forma, gustan de hacer un paréntesis, aunque sea por un momento, en la cruda realidad y en la bazofia de nuestra época para degustar unos instantes de alegría compartida.
Es inevitable, por otro lado, que, por motivos comerciales o ideológicos (o por ambos al unísono) el Misterio degenere en magia de consumo fácil, y, de este modo, la fábula de uso infantil olvide el profundo sentido cristiano e, incluso, las raíces religiosas de un san Nicolás, devenido en un orondo personaje con los colores de la Coca-Cola, acompañado de elfos, geniecillos y renos voladores, o en un simple intercambio de regalos materiales en familia o entre amigos.
Hay que aceptar la realidad y procurar que las luces de los escaparates no apaguen la luz de la Estrella de Belén.
De este modo, nos bombardean a diario con películas, más o menos sensibleras o ñoñas, que, queramos o no, coexisten en nuestros hogares con el pesebre familiar o con el abeto, también de resonancias religiosas, acaso de origen paganas pero prontamente cristianizado. En todo caso, hay que aceptar la realidad y procurar que las luces de los escaparates no apaguen la luz de la Estrella de Belén.
Ya metidos en el ámbito de la literatura, no debemos soslayar la importancia del cuento navideño, ese que antaño explicaban las madres o las abuelas ante el fuego de la chimenea y que, en su versión culta, llena páginas inolvidables para los que todavía preferimos el papel impreso y duradero a las pantallas de rápido olvido. En este artículo, mencionaré algunos ejemplos que, a título rigurosamente personal, gusto de releer cuando se acercan estos días y hago algún paréntesis en diversas ocupaciones y otras lecturas.
Tengo ante mí, para empezar, los Cuentos de Navidad de José M.ª Sánchez-Silva, gran escritor hoy cancelado por su fidelidad ideológica y que los lectores relacionarán inmediatamente con su magistral Marcelino, pan y vino, del que se han hecho dos versiones cinematográficas (aunque un servidor, sin desmerecer la segunda, se inclina sin lugar a dudas por la primera). Pues bien, Sánchez-Silva tiene un libro maravilloso, editado primorosamente por Magisterio Español en 1960, y que hoy es pieza de coleccionistas; seis narraciones forman la edición y, de ellas, mi preferida es Carta a Dios, que encierra un prodigio de reconciliación nacional.
Como dice el autor en su breve prólogo, quiere dirigirse «a ese niño incesante que oculta cada hombre y cada mujer, a quien yo en verdad me dirijo siempre, como quien padeciere una sed que solo pudiese saciarse en la fuente encantada de la perdida niñez. De la niñez perdida y…vuelta a encontrar». Como es el caso de muchos de nosotros.
Otro cuento para estas fechas es el que incluyó Luis del Río Sanz en su libro Rodrigo, igualmente olvidados y cancelados autor y obra por las mismas razones que las mencionadas; fue publicado este cuento originalmente en el diario Córdoba en 1959, y nos presenta a un personaje entrañable: el Benavides, «legionario gallego que tenía cara de pirata y corazón de arcángel»; situamos a Benavides, en nuestra guerra civil, en la dura batalla de Teruel, donde se empeña en construir las figuras de un belén con la copiosa nieve caída, a cincuenta metros de las trincheras contrarias; la muerte le sorprende «mientras depositaba dulcemente en su cuna el Niño de nieve»; añade el autor que «con él llegó la Navidad de España».
Y, desde la otra trinchera ideológica en aquellos momentos, Francisco García Pavón incluye entre sus cuentos bajo el título común de Los Liberales (1981), una narración que tampoco tiene desperdicio y que titula «Donde se cuenta con crudeza y dulzura juntamente, el parto de la Cienfuegos en la Nochebuena de 1937»; uno de los milicianos protagonistas canta al final, «entre beodo y adormecido», algo que hoy sería considerado políticamente incorrecto para los irreductibles a la verdadera reconciliación: «Ha nacido el Niño, madre, / Ha nacido…en …un portal / Ha nacido».
Bien, terminé de instalar el pesebre en mi casa; faltan días para la Navidad, pero ya está a las puertas, según miro el calendario. Seguro que, en esos días, explicaré alguno de esos cuentos —adaptados— y algún otro a mis nietos. Sin renos, elfos ni papanoeles de imaginación mágica.