Donde dije Diego…
Se dice popularmente, con todo el cinismo del mundo, pero también con todo realismo, que el que cambia de bando cuando las circunstancias vienen dadas y propicias es un traidor si va del nosotros a ellos, y es un convertido si la operación es a la inversa, es decir, del ellos al nosotros.
La figura del convertido –o converso, en términos más clásicos– puede ser objeto de sospechas, en función del entusiasmo o fogosidad con el que abrace las nuevas ideas, pero, a veces, según el contexto o la mala memoria de las gentes, puede ser bien recibido e incluso aclamado.
Casos los tenemos en gran cantidad si echamos una ojeada a la historia; desde el “marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional” de Fernando VII al caso del general Cabrera, que, de Tigre del Maestrazgo en el carlismo, pasó a difundir en 1875 un manifiesto poniéndose al lado de Alfonso XII “con la intención de salvar los principios que siempre he defendido, que yo quiero defender todavía y que espero me ayudaréis a defender, donde estaré a vuestro lado y donde moriré”.
Es muy difícil juzgar una conversión y demostrar su sinceridad; mejor a veces es no emitir veredictos personales, por seguir la máxima evangélica y a la espera de que algún día todos seamos conversos de nuestros pecados.
Se pueden observar, con todo, las actitudes de quienes, en momentos más próximos de la historia, hicieron auténticas cabriolas circenses para adaptarse al bando que les había caído en suerte en la guerra civil española, tanto en plena contienda como mucho tiempo después; se acuñó la piadosa –a veces certera– denominación de rojos o nacionales territoriales, pues la situación no era para menos. Pero no nos acomplejemos, pues idénticas conversiones se dieron en las otras guerras civiles de naciones europeas –a veces, con más saña si cabe–, concretamente en Italia y en Francia; en esta última, tras la victoria aliada, los teóricos combatientes del maquis alcanzaron cifras astronómicas, incluyendo a algún presidente posterior de esta República.
El espectáculo fue para morirse de risa, o de tristeza.
Por mi edad y mis circunstancias, solo puedo dar un testimonio directo limitado de lo que ocurrió en las postrimerías del franquismo y en la Transición, y el espectáculo fue para morirse de risa, o de tristeza, si tenemos en cuenta la fragilidad del ser humano; hubo transformaciones curiosas a montones, en las altas, medias y bajas esferas de la política, muchas de ellas en función del desapego natural de las masas a las hemerotecas. Para no caer en una falta de misericordia, evito citar nombres de los que conocí (en el último escalón citado, que me pilló más de cerca); diré que algunos pasaron de un azul radical a militancias, igualmente extremas, en UCD, PSOE o PC, e incluso alguno abrazó entusiásticamente secesionismos radicales.
Claro que hubo sinceros en esta vertiginosa evolución, pero fueron los menos, y, en todo caso, la pregunta del millón es el grado de conocimiento real de sus antiguas o modernas militancias; guardo para mi coleto la figura –estimo que sincera– de Dionisio Ridruejo, sobre la que algún día quizás escribiré.
Si aterrizamos en el presente y en un ámbito internacional, podemos observar que, ante el triunfo de Donald Trump, se está produciendo el mismo fenómeno; los ejemplos de Bill Gates o de Sam Altman pueden ser significativos, así como el Zuckerberg. Pero los casos van a continuar, qué duda cabe, y no nos extrañaría lo más mínimo que, en España, el propio presidente Sánchez se despepitara por obtener una especial atención del recién elegido, dados los antecedentes de nuestro personaje; todo ello, claro está, entre viajes a Waterloo o donde hiciera falta.
La política se ha convertido en el arte de la mentira.
Tampoco hay que escandalizarse mucho, ni de los ejemplos históricos ni de los de este momento, comprobados o augurados; primero, porque la política se ha convertido en el arte de la mentira; segundo, porque la memoria de los pueblos en general y de los votantes en particular es extremadamente débil, y, tercero, por el hecho ya mencionado antes de la volubilidad de la condición humana; en la Biblia tenemos sobrados ejemplos de aquel “pueblo de dura cerviz”, que a veces era obediente a Yahvé, a veces adoraba un becerro de oro, o, con pocos días de distancia, aclamaba con palmas a un Mesías o gritaba que lo crucificaran, cuando el demócrata de Pilatos sometió el problema a consulta popular.
No trato de envanecerme ni de colgarme medalla alguna, pero un servidor pretende mantenerse en la lealtad a unas creencias, a unas ideas y a unos valores esenciales; por vergüenza torera, por convicción personal de mente y corazón y porque no quiere que sus hijos y sus nietos algún día se avergüencen de llevar su apellido.